Si le preguntas por la infancia feliz, Raquel te cuenta dos escenas de salvaje amor: en una, aparece su padre forzándola a permanecer bajo la lluvia para así castigarla por algo que no recuerda; en otra, más tardía, este orina borracho sobre la tumba de la madre que perdió.
Si le preguntas por la juventud después de dejar el orfanato, te habla de las agresiones sexuales de su tío y del marido de su prima. Del intento de suicidio posterior. De las dos hijas que dio a luz y que añora porque tuvo que entregarlas a los servicios sociales.
Si le preguntas por la edad adulta, te refiere los abusos en la casa en la que limpió. Te cuenta aquello o también te puede contar la violación que sufrió en un descampado de El Escorial (Madrid) cuando frisaba los 50.
Hay vidas así. Quebradas por el principio. Horadadas por el medio. Descosidas por el final.
Así que todo lo anterior explica un poco (o más bien mucho) cómo una mujer andaluza de solo 65 años puede aparentar 80. Que cada noche se tenga que tomar sus benzodiacepinas para conciliar el sueño. Los huesos quebrados. Los tornillos en el pie. La sonrisa cansada que asoma tras la almena rotísima de dientes. Este comienzo.
-¿A qué se dedicaban tus padres?
-Mi madre recogía algodón. Mi padre se dedicaba a beber: era borracho.
-Lo dices como si fuera un trabajo.
Sonríe.
Raquel es muy menuda y un poco desconfiada. Ha estado a punto de abortar la cita porque esta mañana se ha levantado con dolores de tripa, algo indispuesta, los nervios. Pero nos recibe al fin. Lo hace codo con codo junto a Soledad Gallego, trabajadora de la asociación Candelita, que se dedica a la inserción sociolaboral de personas en exclusión: que es lo mismo que decir que se dedica en cuerpo y alma a ella.
Un 47% de las personas que no tienen hogar sufre agresiones o delitos de odio en la calle, dicen algunas estadísticas. Un 70% de las que están en situación de calle es víctima de violencia de género. Entre un 20% y un 30%, también es víctima de violencia sexual. Y luego está lo de Raquel, que nos pide que no pongamos dónde vive ahora por si regresa el último hombre.
"Si eres mujer, en la calle necesitas protección de alguien. Por eso me arrimé a él. Al principio no era malo. Pero poco a poco fue cambiando y se creyó más y más. Y empezó a pegarme. Estaba mal de la cabeza, vamos... Dormíamos en una nave que fue un antiguo centro para toxicómanos, junto al albergue de San Isidro... Ese día me llevó hasta el Parque del Oeste y allí empezó a darme y a darme. En la cara. Puñetazos y puñetazos. '¡Túmbate!'. Y yo le hacía caso en todo. No le había hecho nada, pero me desfiguró. Entera. Sangraba por todas partes. Llegó la ambulancia y se me llevaron. Antes, me dijo que, si contaba que había sido él, no llegaba viva a la noche... Así que tuve que mentirles, qué iba a hacer una: denuncié a otra persona que vivía en la calle".
(...)
Fue la pequeña de tres hermanos y la única niña. Vivían en un pueblo cuyo nombre y circunstancias vamos a omitir. Tratamos en varias ocasiones de que nos cuente algo hermoso de aquella etapa: su localidad, su familia, sus hermanos, una mascota. En vano.
-Cierra los ojos y cuéntanos algún recuerdo feliz de la niñez -le decimos a Raquel, le insistimos varias veces, acaso nos estemos poniendo pesados.
Y ella desobedece, los mantiene muy abiertos y nos contesta negando con la cabeza.
-No tengo ningún recuerdo feliz. Es que no lo tengo... Si mi padre era alcohólico y desaparecía meses y meses, si mi madre murió de cáncer con cuatro años, ¿qué infancia voy a tener?
"Me empujó dentro de la furgoneta, me partió el pómulo a golpes, me violó en un descampado"
Aquella niña nació en el seno de una familia muy humilde de la España profunda de los sesenta y fue internada en un hospicio por la abuela paterna nada más fallecer la madre. Desde los cuatro hasta los 18, vivió allí, intramuros, acudiendo a un colegio de religiosas.
"Hice la comunión y mi padre apareció allí de repente con una bolsa de caramelos como si no hubiese pasado nada, pero yo no me olvidaba de su imagen orinando en la tumba de mi madre y le dejé claro que no quería saber nada de él", rememora.
"Fue muy difícil para una niña sola, sin sus hermanos. El mayor venía alguna vez a verme con media docena de pasteles. Después se iba. Yo no podía", prosigue. "Con las monjas tampoco lo pasé muy bien. Me pedían que les dijera el Padre Nuestro de memoria y a mí eso de decir padre nuestro no me salía... Entonces me daban un bofetón delante de todas. Una me dio tan fuerte que me partió la regla en la espalda".
(...)
Hoy luce distinta, pero a la sazón era una mujer aparentemente plena. En las fotos que nos muestra, aparece en la playa y con unas amigas algo más jóvenes que ella. Con una hermosa melena y una sonrisa antigua.
Una sonrisa antigua y también algo precavida. Como si ya almacenara daño esa sonrisa frágil. Como si Raquel tuviese miedo a que -de nuevo- se la borraran de la cara.
Cuando dejó el orfanato, recaló en casa de una tía de pueblo, donde compartió el espacio con su nutrida prole. Entonces sucedió: ya nunca volvería a sonreír de la misma manera.
"Yo trabajaba en una familia con tres niños. Estaba siempre fuera. Pero cuando regresaba a casa, esos dos hombres me buscaban... Siempre que volvía, iban a por mí... Cuando no era el tío, era el marido de mi prima: abusaban de mí un día y otro, y yo me sentía fatal. No me atrevía a contárselo a nadie. Aquello... Hasta que, de la rabia y la impotencia, me cansé y traté de quitarme la vida", evoca.
"Solo entonces pararon esos dos hombres. Pero en el pueblo ya se decía que yo estaba loca y tuve que irme".
Si aquella casa pudo haber sido un primer puente sobre el que transitar hacia futuros espacios de seguridad, el plan saltó por los aires, la estabilidad buscada se vino abajo. Y entre los escombros -muy hundida y muy abajo-, el cuerpo mil veces lacerado de Raquel.
Lo que viene a continuación en su vida es un peregrinaje caótico, errático, sin demasiada fortuna. Se queda embarazada de una niña con 26 años. Recala en Madrid en busca de suerte. Tiene el bebé, pero lo entrega a los servicios sociales. Acaba en un centro público de ayuda a madres jóvenes (Residencia Norte). Trabaja en todo lo que le sale. En el Pryca, en un restaurante de sol a sol, en una guardería, limpiando casas: en una de ellas, vuelve a ser agredida en la más intocable intimidad. La salud mental se va resintiendo. Un segundo embarazo. Una segunda niña entregada a la institución pública. No tiene pareja estable. No tiene familia. No tiene a nadie. Acaba de cumplir 30 años y duerme en la calle.
"Ahora está en el mejor momento. A su manera tiene la vida organizada, sale, es capaz de mantener una conversación..."
"Los mismos indigentes te robaban los zapatos. Yo trataba de no meterme en cosas raras. No consumía porque hacerlo me iba a hundir más, y yo lo que quería era salir de aquella vida. No existía para nadie. Ni para la directora del Albergue de San Isidro, en el que pasé cuatro años, ni para la Policía, ni para aquel hombre al que me arrimé y que al principio no era malo... Que no era malo al principio, pero que luego me estuvo pegando durante un año, todos los días. Me obligaba a llevarle 18.000 pesetas todos los meses a la cárcel. Me amenazaba si no lo hacía. Me decía: 'De la cárcel se sale, Raquel, pero del cementerio no'".
(...)
Un puzle puede rehacerse cuando revuelves las piezas. ¿Pero puede recomponerse ese mismo puzle cuando se pierden, se desfiguran, se destruyen infinidad de ellas? Así le ocurrió a Raquel, que sucumbiría de nuevo cuando se creía a salvo. Igual que si tuviese un imán para las malas noticias.
Era 2001 y todo comenzaba a arreglarse. Se le encontró un recurso habitacional público y hasta lo compartió con estudiantes: fueron los mejores momentos de su vida. Lo volvemos a ver en las fotos que nos muestra: Raquel y las universitarias. Raquel y el divino tesoro de la juventud. Raquel y una chinchilla en casa como mascota. Raquel y esas dos chicas brillando en la foto como las dos hijas que no pudo criar.
Hasta aquella sacudida.
"Fue hace 12 años. Yo tenía 53. Ya vivía en esta casa. Iba al médico. Un hombre paró su furgoneta y me dijo que le diera todo el dinero que llevaba. Le di el monedero entero. Luego me empujó para dentro, me partió el pómulo a golpes y me llevó hacia El Escorial. Me violó en un descampado. ¿Mi vida a partir de aquello? No me mató, pero yo solo quería dormir. Tomar mis pastillas y dormir. Dormía, comía, dormía, comía... Así siempre. Le cayeron nueve años. No cumplió ni la mitad".
(...)
Y la condena la sigue pagando ella todavía, nos viene a decir mientras cojea un poco. Mientras recrea ese pasado que la muerde por los pies.
Por la casa de la Agencia de la Vivienda Social de la Comunidad de Madrid paga en torno a 75 euros al mes. Su pensión no contributiva por discapacidad ronda los 500. ¿Pero cuánto vale esto que vemos? Una casa modesta con humedades desde la que se ven las copas de unos pinos. Una casa donde hace algo de frío, pero con su calor tranquilo. Una casa desangelada, pero con muchísima luz. Una casa al fin y al cabo. Con su televisor. Su cerradura. Su buzón. Su felpudo.
"Ahora está en el mejor momento. A su manera tiene la vida organizada, sale, es capaz de mantener una conversación... Antes no podía", nos cuenta Soledad Gallego, de la asociación Candelita (120 personas detrás trabajando).
La vida a veces hace como un bicho bola, que se enrosca sobre sí misma. Se levanta tarde. Casi no sale de casa. Hace lo justo. Sonríe Raquel desde su almena rota. Nos acompaña hasta la puerta a pesar de la movilidad reducida. La mujer de los 65 años que ahora parecen 150.
Antes de acostarse se tomará su Trankimazin, nos dice.
Leche, pan y Trankimazin: no es mala forma de darles de comer a las negras palomas de las tripas.
Se toma el tazón. Se toma la pastilla. Se arrebuja en el sofá. Y luego coge el mando a distancia y se pone Código 10, un programa de Cuatro sobre crímenes y sucesos: un asesino, un estafador, un violador, quién sabe. Hasta que le va entrando el sueño y se queda dormida