El pasado 2 de abril, el presidente Donald Trump anunció una nueva batería de aranceles que ha sorprendido tanto por su magnitud como por su falta de lógica económica. La estrategia comercial de la Casa Blanca pretende reducir los déficits comerciales bilaterales de EE. UU. hasta hacerlos desaparecer. Este objetivo, además de difícilmente inalcanzable, refleja un diagnóstico equivocado.
La obsesión con mantener déficits comerciales bilaterales nulos carece de sustento teórico en una economía global integrada, ignorando los avances de la ciencia económica en más de dos siglos. La idea de que EE. UU. deba tener una balanza comercial de bienes equilibrada con cada uno de sus más de 100 socios comerciales sólo tendría sentido en un escenario con dos únicos países y sin comercio de servicios. Incluso en ese hipotético caso, sería posible que el déficit en el comercio de bienes se compensase con el de servicios. En el mundo actual, con cadenas globales de producción distribuidas entre muchos países, es normal que existan déficits en el comercio de bienes con algunos países, que se compensan, parcial o totalmente, con superávits con otros mediante el comercio de bienes diferentes o de servicios. El comercio internacional permite a los países aumentar su bienestar especializándose en aquellas partes de las cadenas mundiales de producción en las que son relativamente más competitivos.
Más aún, el déficit de la balanza por cuenta corriente (que incluye bienes y servicios) no es necesariamente un inconveniente. Con frecuencia se interpreta este déficit como un problema de competitividad, dado que un país importa más de lo que exporta. Sin embargo, se olvida que ese desequilibrio refleja igualmente un exceso de inversión sobre el ahorro. EE. UU. presenta déficits externos recurrentes, no porque esté siendo explotado por otros países, sino porque su economía ofrece activos seguros y rentables que atraen el ahorro del resto del mundo. El capital extranjero, en general proveniente de países con menores niveles de renta per cápita, financia la inversión, el consumo y el crecimiento estadounidenses, reflejo hasta ahora de la solidez institucional, de su fortaleza en I+D, de su innovación y de la profundidad de sus mercados financieros.
Como resultado de todo ello, EE. UU. es un líder mundial en tecnologías disruptivas, y su productividad y renta per cápita no sólo son superiores a la mayoría de las economías europeas, sino que desde la Gran Recesión ha ido aumentando la distancia con ellas. Pero ese desequilibrio entre inversión y ahorro también refleja un déficit fiscal persistente, que ha aumentado estructuralmente tras la COVID-19. Tanto Trump como Biden han llevado a cabo unas políticas fiscales expansivas que, en el caso del Inflaction Reduction Act, han sido más efectivas que los fondos NGEU.
Además, la fórmula utilizada para calcular los mal denominados "aranceles recíprocos" ha generado duras críticas entre expertos y en la comunidad académica. En lugar de aplicar aranceles similares a los que imponen los países a las exportaciones de EE. UU., se basa simplemente en un arancel mínimo del 10% y, a partir de ese nivel, divide el déficit bilateral por el valor de las importaciones de cada país en 2024, aplicando la mitad del resultado así obtenido. Vietnam, Camboya o China sufren aranceles superiores al 40%, mientras que países con los que EE. UU. mantiene superávit, como Reino Unido, soportan un arancel mínimo del 10%.
La reacción de los mercados está siendo contundente. Las bolsas estadounidenses sufrieron caídas superiores al 5% y la pérdida de riqueza en sólo dos días fue de 6,6 billones de dólares, que equivale al 24% del PIB de EE. UU. en 2024. Desde mediados de febrero, cuando se empezaron a anunciar estos aranceles, la caída acumulada alcanza ya el 15% y la incertidumbre sobre lo que pueda ocurrir en las próximas semanas es máxima. La mayor amenaza no es sólo el impacto directo de los aranceles, sino la imprevisibilidad de la política económica. Las empresas necesitan reglas estables. Pero se enfrentan a una administración que cambia de rumbo sin previo aviso, mina la confianza y dispara la volatilidad.
Detrás de este giro proteccionista se vislumbra una estrategia más ambiciosa. Algunos asesores de Trump han defendido un "acuerdo Mar-a-Lago" que reconfigure la posición de EE. UU. en la economía global. Según esta visión, el país ha proporcionado al mundo dos bienes públicos que son globales y gratuitos: seguridad militar y acceso a los mercados financieros y de consumo estadounidense. El precio pagado ha sido un déficit por cuenta corriente persistente y la desindustrialización. Ahora se persigue volver atrás en el tiempo, debilitando el dólar y reduciendo el déficit por cuenta corriente. Las herramientas serían los aranceles, restricciones al capital y una mayor intervención estatal.
El problema es que esta estrategia tiene múltiples contradicciones. Por un lado, debilitar el dólar socava su papel como moneda de reserva global, lo que encarece la financiación de EE. UU. y aumenta la prima de riesgo. Por otro, elevar los aranceles e imponer controles de capital deteriora la competitividad y los términos de comercio, y genera inflación. La pérdida de la ventaja comparativa significa que los consumidores americanos pagarán más por los bienes producidos tanto en su país como en el resto. Adicionalmente, ¿qué incentivo tendrían el resto de países para adherirse a este tipo de acuerdo, sin garantías de cumplimiento por EE. UU.?
Con todas las cautelas que exige la elevada incertidumbre existente, por la negociaciones en curso o el riesgo de represalias o de una reacción en cadena de las tensiones financieras, las previsiones de consenso en el momento de escribir este artículo estiman que estos aranceles podrían reducir el PIB mundial más un 1% en los próximos dos años, con impactos especialmente severos en Asia. En EE. UU., el impacto se traduce en un PIB al menos 1,2 puntos inferior al escenario sin aranceles. Comparando lo que está ocurriendo ahora con la Gran Recesión, en aquella crisis el mercado bursátil perdió un 50% de su valor y el impacto negativo acumulado sobre el PIB fue de casi 6 puntos. Asumiendo una respuesta similar, sólo la caída bursátil del 15% experimentada hasta el momento lastraría el PIB en 1,7 puntos. Ante este escenario, la Reserva Federal está atrapada entre el riesgo de estanflación y la presión por estimular la economía.
El dilema de fondo es que esta política no resuelve las causas estructurales del déficit. Tampoco aborda el verdadero talón de Aquiles de la economía estadounidense: un déficit fiscal crónico que aumenta la deuda pública y limita el margen de maniobra de la política económica. El sector privado deberá compensar con más ahorro y menos inversión el desequilibrio de las cuentas públicas.
En definitiva, los nuevos aranceles no sólo erosionan el crecimiento y la estabilidad globales, sino que también debilitan los pilares sobre los que se ha construido el liderazgo económico de EE. UU. durante décadas: apertura comercial, confianza a los inversores exteriores, previsibilidad y entradas de capital, que hacían que el dólar fuera un activo de refugio. El reto para Europa y el resto del mundo no es replicar el proteccionismo, sino reforzar el multilateralismo y preservar un orden internacional basado en reglas. Lo que está en juego no es sólo el comercio, sino la credibilidad del sistema económico global.
*Rafael Doménech es catedrático de la Universidad de Valencia y responsable de análisis económico de BBVA Research.